viernes, 13 de marzo de 2009

Así creo que ocurrió

Era un día de semana. El crucero hasta Beriso no tuvo nada que lo diferenciara de los demás veleros. Resulta difícil hoy imaginar la navegación a pura estima. No digo GPS o plotter. La sonda era con un plomo y un cabo, la corredera, el ojo del piloto viendo pasar el agua al lado del casco. Y por la forma de las olas, sabía si sumar o restar la corriente. Habían sido muchos años en el río marrón a remo. En solitario, con su compañera en el doble par o con el de paseo de dos con timonel. También resulta difícil imaginar un delta que permitía que los remeros lo recorriesen en la placidez del empuje de la pala, sin la contaminación de toda clase de lanchas, motos y etcéteras a explosión.
Cuando Carmelo le quedó cerca y Martín García ya no tenía secretos buscó el río abierto. Y ya en el río, cambió el bote y la casa en la isla por un pescador.
Las regatas eran una excusa más para alejarse de la costa. Con dos de sus hijos o con amigos. Un fierro soldado debajo de la quilla le permitía orzar si así podía llamarse ese ángulo contra el viento.
Todo eso le volvía a la mente como en una película. Una maravillosa película de aventuras, de amor, de mar. Y siempre el río. Mojando todo. Con ese tacto tan diferente que tiene el río cuando te moja, que no es el del mar.
No sabía cuantos pasajeros iba a llevar. Ni sabía si alguno le iba a servir como tripulante. No sabía nada de ellos. Solo sabía que de este lado del Plata, su vida no valía nada. Peor aún, su vida podía valer la muerte de sus familias, amigos y compañeros. Como en aquella incursión de los mercenarios de Roma contra los Albigenses, el lema era liquidar a todos, que Dios perdonaría a los inocentes. Como en la edad media no faltaban los libros prohibidos, los herejes, las brujas y el pecado de pensamiento.
Su padre, el marino escocés, le había contado de cuando en Dunkerke, veleros y yates de motor navegaron bajo la metralla y las bombas alemanas para cruzar a la isla a los soldados aislados en esa playa maldita. Sobrevivir a uno de los pasajes ya era una hazaña. Algunos de ellos navegaron hasta naufragar. Dicen que había muchos españoles entre los que quedaron haciendo el aguante en la playa. Ya habían perdido una guerra, su patria y su familia. No tenían más nada que perder y del otro lado, del lado bueno, no los querían.
El era conciente del riesgo al que se exponía. Amaba a su patria y su familia.
Un corazón valiente en el Río de la Plata. Tan valiente, que no iba a dejar que este Dunkerke lo pelearan otros. Que no iba a dejar a nadie en la orilla equivocada. Como que sus hijos eran choznos nietos de Juan Manuel de Rosas.
En los días cortos del invierno, eligió un puerto anónimo en la orilla segura. La Inquisición no tenía riberas neutrales. Y entre los nervios, el cansancio y la deriva, embarrancó en una punta al Este del río San Juan. Recién cuando su carga preciosa estuvo segura en tierra se preocupó por el barco. Cargó, una por una, un par de anclas y las llevó, caminando con el agua en el pecho, hasta aguas profundas. Luego, esperó la marea.
Es difícil imaginarlo. Así creo que ocurrió.

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